31.5.13

Incendios.

El fuego empezó en la habitación 106 de un pequeño pero lujoso hotel de la Cava Baja madrileña. 
Durante todo el día la gente, sin saber lo que se les venía encima, había ido haciendo check-in sin preocuparse, dejando sus pertenencias, ese pequeño trozo de hogar que llevas en una bolsa de viaje, en la habitación antes de hacer turismo por la ciudad que les recibía. Guiris incautos con chanclas flúor que no sabían que esa noche iban a terminar calcinados, muchos se lo merecían, otros simplemente se iban a encontrar de cara con dos personas a punto de explotar. A la mierda, no importaba nadie más.
El día era fresco, pero soleado, uno de esos días de primavera que te llevan en volandas, que se dejan caminar y disfrutar, un día de esos "de chaquetilla de entretiempo" (odio la puta expresión "entretiempo", aborrezco el termino "chaquetilla"). Un último día perfecto para disfrutar Madrid.
Llegaron al hotel sobre las ocho de la tarde, ya algo cansados. Llevaban consigo unos bidones de gasolina, algo de queroseno, cerillas y poco tiempo, joder, siempre era poco tiempo para ellos.
Todo el material inflamable lo llevaban perfectamente escondido en las maletas con ruedas más baratas que habían podido encontrar, el dinero que les quedaba, aunque era poco, lo habían gastado en cenar bien, en una última cena antes de arder, antes de quedar reducidos a cenizas y alejarse volando de esta ciudad y de la gente que vivía en ella y que últimamente cada vez les pesaba un poco más.
Habían pensado poco este plan de huída, pero sabían que era el único, arder y volar, arder y escapar, arder, juntos.
La habitación era blanca, con uno de esos horribles y pretenciosos cuadros de hotel que pretenden dar calidez al ambiente y lo único que hacen es complacer a mentes simples de turistas idiotas que lo que quieren es sentirse de una clase social superior, una supuesta mejor casta, que les han vendido y que ni existe, y a la que no deberían aspirar. La cama era obscenamente grande, una familia podría criar a sus hijos en ella sin problemas y aún se podrían permitir un perro, pero a ellos se les iba a quedar pequeña, aunque en cuanto el fuego empezara, toda la ciudad, toda la nación, se iba a quedar pequeña. El resto de la habitación era bastante estándar, una televisión de plasma en la pared, en la que automáticamente saltó el canal erótico, un jarrón con flores frescas, un espejo en la puerta de un armario doble y un baño con ducha con hidromasaje y el kit básico de higiene de hotel, él se alegró al ver que había cepillo de dientes, aunque no lo iba a necesitar la mañana siguiente.
Dejaron las maletas en el suelo, ella le miró, preguntado con los ojos si estaba seguro, si el plan era el correcto, si lo estaban haciendo bien. Se acercó a ella, dejó si maleta en el suelo y sonrió. Sus dientes eran pequeñas llamas, de su garganta ya salía algo de luz, y esa era toda la respuesta que ella necesitaba, él estaba tan caliente como siempre, en todos los sentidos, tan caliente que hasta su mente se encontraba en un estado febril en el que solo podía pensar en quemarlo todo.
Ella empezo a calentarse, las lágrimas que había estado llorando desde unos días atrás se evaporaron, no podía llorar más, no quería sufrir más, sólo quería arder y quemarlo todo a su paso.
Cogieron los bidones de gasolina y con seriedad comenzaron a rociar la habitación, en silencio, él la miraba de vez en cuando, brillaba por el calor, estaba preciosa, ya se había desnudado, era impresionante. Vaciaron las maletas y colocaron todo el material que habían traído alrededor de la cama preparando una hoguera digna de récord Guiness.
El queroseno venía en un pequeño bote metálico y salía como un chorro fino y perfectamente dirigible. Como niños pequeños comenzaron a jugar y pelear con él, como si jugasen con pistolas de agua, corrían riendo por la habitación, saltando en la cama, besándose cuando él conseguía alcanzarla.
Alguien llamó a la puerta, era el servicio de habitaciones, abrieron desnudos, total, el botones iba a arder como todos los demás, se merecía ver unas buenas tetas antes de morir, era justo. Se habían dejado el DNI en recepción, no importaba nada ya, ellos habían dejado de existir para el mundo así que por qué se iban a preocupar por un trozo de plástico con sus datos.
Cuando el botones, con su propina pagada en especies se fue, siguieron con su juego, más calmados, cerca el uno del otro, tumbados en una cama empapada en gasolina, cogieron las cerillas, que prendieron nada más tocarlas y todo empezó a arder. Todo explotó.
Una luz naranja llenó la habitación, las llamas llegaban hasta el techo, les lamían, como él hacía entre las piernas de ella, les consumían, les arropaban, les estaban llevando lejos de todas las preocupaciones, la mierda ajena, los problemas. 
Volaban impulsados por el fuego, que pasaba del naranja al azul en un degradado perfecto.
Los gritos en diferentes idiomas se mezclaban con las sirenas de unos bomberos que no eran capaces de controlar el incendio. Los guiris ardían, se retorcían de dolor, el edificio colindante estaba también en llamas, unas llamas que no era posible apagar, que no iban a parar y que saltaban de casa en casa devorando todo a su paso.
De ellos casi no quedaba nada por quemar, estaban siendo consumidos y liberados, estaban aligerando un peso que les había caído encima y que ya era hora de que se quitaran.
La gente trataba de huir, pero la ciudad entera estaba en llamas. Y no iba a parar pronto.

Cuando el fuego por fin se apagó fue porque ya no quedaba nada que quemar, nada alrededor de esa habitación de hotel, todo era polvo y cenizas, todo estaba consumido. 

Había sido enorme. Había sido único. Y había durado, exactamente, un año y ocho meses.

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