23.10.12

Pedalea. /+243


He vuelto a poder montar en bici (con un aparatoso casco por prescripción médica).
Mis pies han vuelto a empujar los pedales de Irina, con poca fuerza, mis piernas no son lo que eran, pero con decisión.
He recuperado las sensaciones que se tienen al montar en bici, he recuperado un trocito de libertad.
Me he dado cuenta de lo libertador que es montar en bicicleta, teniendo en cuenta que en este país cuando sales con la bici a la calle en una gran ciudad es como saltar a un estaque lleno de tiburones, o nadas/pedaleas con decisión, o el primer taxista estresado que te cruces se te lleva por delante.
La libertad de la que os hablo no es sólo por la movilidad, ir dónde quieras, dejar la bici bien candada en cualquier sitio y disfrutar del paseo casi siempre. Es una libertad también sensorial, casi casi, si nos flipamos en plan hippie new age, es una libertad espiritual.
Cuando vas en bici, al menos en mi caso, sólo escuchas tu respiración, el tráfico de la ciudad, los crujidos del pedalier, la gente. No hay música en la radio, no hay móvil, y con eso tampoco hay Twitter o FB o cualquier otra mierda, estás solo, en camino a algún lugar, solo con tu bici frente a toda una ciudad. 
Impagable.
He pedaleado por ciudades con caracteres tremendamente diferentes. Madrid, una ciudad agresiva, emocionante, peligrosa. Barcelona, cómoda pero engañosa, agradable pero con muy mala leche a veces. Alcalá de Henares, casi un suicido, una ciudad donde nadie piensa en ti como ciclista, pero que se deja hacer con la práctica. Berlín, una especie de enorme jardín de juegos, con algo de peligro pero con mucho respeto y Ámsterdam, el puto paraíso, ahí sólo peleas con otras bicis por el espacio, pero si pesas 100 kg y mides 1,94, es probable que camines cómodo sobre tus dos ruedas.
He subido y bajado montañas, y en el campo la experiencia es totalmente diferente, ahí sí que estás solo, con tus límites, con el camino o el descenso, el peligro lo pones casi siempre tú, con la velocidad o la ruta que escojas, eso es otro rollo, yo aquí hablo de ciclismo urbano.

Como ciclista me queda todo un universo por delante, no soy ni siquiera un usuario amateur, y mi amor por la bici es más como aquel pardillo de instituto que mira de lejos a la preciosa jefa de animadoras, un día me atreveré a hablar con ella y meterme de lleno en su cama, por ahora, picoteo poco a poco migajas que consigo, momentos de libertad, de subidón con Irina, una bicicleta maravillosa de piñón fijo que parte de una Koga Miyata de carretera de los años 60, negra y cromo, alta, esbelta. Toda una preciosidad, o eso me parece a mí, aunque esté algo hecha polvo, cada vez que subo a ella, no hay una bici mejor.

Después de un año de cama, de paredes blancas, de estatismo en mi vida, de una lucha pasiva por sobrevivir, agarrar el manillar de cuerno de cabra con correa de cuero, meter los pies en las cinchas y notar como el juego de plato y piñón responde a la fuerza impresa por mis aún tímidos cuádriceps, amigos, es una sensación que me cuesta poner en palabras.

No existe la lluvia, ni el frío, ni la nieve, ni el sol. Sólo existimos Irina y yo. 

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